HOMENAJE A LA MEMORIA DE MI PADRE ... UN GRAN ESCRITOR.... " CESAR AUGUSTO BARRIOS."
ESTOS SON SUS HISTORIAS, TRIUNFOS Y VIVENCIAS....
EN EL PUEBLO
DE SUS QUINCE AÑOS
N
O T A
Este cuento fue redactado en primera persona y dedicado a mis tres hijas para que ellas puedan recordar, en un
momento dado, las penurias que tuvieron que soportar, en la plenitud de sus
años juveniles, dejadas por la fuerza destructora del terremoto del 10 de
octubre de 1986.
El Autor
EN EL PUEBLO
DE SUS QUINCE AÑOS
Habían transcurrido
tres años de aquel fatídico terremoto del 10 de octubre de 1986. En el pueblo,
algunas de las casas totalmente destruidas habían sido reconstruidas y la vida,
prácticamente continuaba como si nada hubiera pasado. Sin embargo, un peligro
constante azotaba al pueblo y era la mentada guerra que estaba en su apogeo.
Para bien o para mal muchos opinaban de diferentes maneras: unos decían que era
una total estupidez producto de mentes desquiciadas ansiosas de alcanzar el
poder para saquear las arcas nacionales y otros, en cambio, manifestaban su
apoyo a la guerrilla porque consideraban que al ganar, se iban a quitar de
encima la siniestra sombra del
militarismo opresor.
Un buen día,
aparentemente tranquilo de principios de octubre, Luisina se encontraba
observando la profundidad del pozo de la finca y poco a poco, con una furtiva
lágrima en sus ojos, fueron apareciendo escenas de aquellos días en que su vida
era color de rosa.
Sin quererlo ella pero deseándolo su inconsciente, comenzó a platicar
en voz baja y cuyo eco, apenas perceptible, se perdió entre aquel paraje lleno
de bambúes, mangos y caimitos. El reloj marcaba las diez de la mañana.
Luisina es mi nombre, se dijo, claro que mis progenitores no me
preguntaron si me gustaba o no. De todas maneras les hubiera contestado que sí
me gustaba. Y realmente me gusta, es un nombre que ha dado motivos para
discusiones. Unos aseguran que es ridículo, otros que no es nada común y otros,
con mucha temeridad, que fue la puritita gana de mis padres de que mi nombre
los hiciera famosos como ilustres y originales, por supuesto que dentro del
medio ambiente en que se desenvolvían. ¡Vaya vanidad!
Durante el tiempo
que llevo corrido, no recuerdo haberles dado ningún fuerte dolor de cabeza. Si
lo tuvieron fue por otras causas, por ejemplo la situación económica, la
galopante alza de los precios, las injusticias que cometen los poderosos y
otras cosillas que erizan los pelos.
Confieso que tengo 18 años cabalitos, ni un día más, ni un día menos.
Recuerdo mi vida sin problemas desde que tenía cinco hasta los catorce. También
es cierto que desde que nací hasta los cinco, honestamente, no recuerdo ni
pizca.
Tierra de recuerdos
la de mis quince octubres, en la que aprendí a jugar con muñecas de trapo y
jarritos de barro cocido, de esos que fabrican manos expertas en Ilobasco.
Estos son recuerdos de niña: la casona de bahareque con amplios
corredores, macetas con flores diversas por todos lados y en el patio, el
limonero cargado de azahares y frutos verdegueantes.
Y el pozo de la finca –manantial
subterráneo- nos daba la oportunidad a mis hermanas y a mí (la seca leche), de
hacer ejercicio todas las mañanas al mover °a puras cachas° el pesado torno de
hierro, para llenar los barriles con su agua cristalina. Con esa agua también
nos bañábamos todas con tapa rabos medio cortos y estrechos, sin temor de que
nadie nos °capeara°.
Los platos de peltre en desuso le servían a mi madre para ponerles
maicillo a las gallinas, el sobrante lo comían los pájaros.
Belleza de patio al cundirse de pájaros de varias especies, de lindos
plumajes y estilos. Mi madre siempre decía:
-Mirá, cipota del diablo, arreá a las °guacalchías°, son ladronas, no
las dejen que se acostumbren a entrar en
la casa. ¡Espántenlas!
Y tenía razón, ellas eran ladronas. Una vez se le perdió un anillo de
oro, claro que no fue el matrimonial, ese lo lleva siempre pegado al dedo
anular. Lo buscamos todo un santo día y nada, hasta que mi padre lo encontró
por casualidad en uno de los nidos de las mentadas °guacalchías° y de ahí para
adelante, las pobrecitas, no tuvieron cabida en el patio de la casa. Desde
luego que daban lástima, pero, la verdad es que eran ladronas. Con otros
pájaros mi madre era diferente y daba gusto oirla conversar con ellos. Todas
las mañanas solía llegar y posarse en el limonero, con estilo aristocrático, un
hermoso °torogoz°, mi madre amorosamente le hablaba:
.!Qué muchachón más hermoso!
¿Enséñeme su plumaje? No sea huraño, enséñemelo por favor... ¡Qué bonita
su colita! ¿Por qué es tan bello?
¡Vámos! cante, quiero oirlo ... cante.
El bendito pájaro
coqueteaba entre las ramas y cantaba: °torogoz, torogoz° y luego salía volando
para cazar un apetitoso gusano localizado desde lo más alto del limonero.
El pueblo en que seguimos viviendo es humilde, ajeno a los
convencionalismos sociales, y después de mis quince años sigue siendo humilde y
pobre. Mi pueblo cree en todas las supersticiones habidas y por haber (no pasar por debajo de una escalera, no
pisarle la cola a un gato, no escuchar
por las noches el canto del °tecolote° ni mucho menos, al amanecer, el canto de
la °aurora°; todo eso trae mala suerte) por eso aprendí a ser temerosa y
recatada, ¡bendito pueblo el de mis quince años!
Cuscatancingo es pueblo indio –rebelde con causa- de legítima estirpe
pipil y en la plenitud de este siglo XX, sigue en el tiempo con sus
tradiciones. En mi pueblo hay gente de todo tipo: analfabetos y letrados y
también viejitas que le dicen a uno, cuando se enojan, hasta de lo que se va a
morir. Pero no hay °mariguaneros° ni ladrones,°bolitos° sí, los hay en todas
partes, y para conseguir su °alcoholazo° otorgan a los transeuntes títulos a
montón. Ahora ya no como °bachilleres° ni °maistros°, que va; ahora con un
título más halagador:
-Buenos días doctor, ¿no me puede dejar un °boladito°? Licenciado, ¿no
lleva un tostón desocupado que me lo regale? - ¡ Vaya pueblo excepcional!
A Dios gracias mis
abuelas viven todavía, lo único que ahora muy poco hablan y cuando lo hacen, es
porque nosotras le sacamos por cucharadas sus viejos recuerdos. ¡Dios mío! se
han vuelto parcas.
Una de ellas, la que es mi abuela por parte de padre, me contó que aquí
en Cuscatancingo y esto hace muchos años
– se pueden imaginar – el mal de ojo lo curaban con el °hunto sin sal° y con °infundia de gallina° a los niños tosigosos. Cuenta también que sacaban el aire
del cuerpo con °dientes de ajo° y con hojas de °salvia santa° y curaban la
diarrea, con semillas de °cuagulote°. Al fuego de la boca le decían °postemilla°
y lo curaban con°leche de tempate°. Las
picadas de alacrán con °magalla de tabaco° y para quitar las ° cataratas ° con
la miel de los chumelos. ¡Oh! costumbres de mi pueblo – suspiraba mi abuela –
vienen del asiento de la olla.
Mi otra abuela, la materna, era un poco más realista. Estaba próxima a
cumplir mis quince años y ya me trataba como a una mujercita capaz de hacerlo
todo.
-Tenés que aprender
a valerte por ti sola, indizuela; el día
de mañana te vas a casar y no quiero que el marido te enrostre nada. ¿Qué va a
decir de tu familia? ¿Qué fuimos unos ineptos? No, eso si que no, ¿ me
entiendes condenada?. - Realmente era fabulosa aconsejando
No hay duda que ambas añoran sus viejos tiempos; siempre confirman que
cuando tenían mi edad, con un centavo compraban un °majoncho° y con tres, una
canastilla de huevos. Con lujo de detalles y haciendo gala de gran saber, me
decían:
-En este pueblo existían los precios, bajísimos. El dinero era de oro y
de plata y en este sistema, se destacaba el °real°. Por ello, el comercio de
entonces estableció la costumbre de decir: °Real y medio°, °Real y cuartillo°,
°Real y medio y cuartillo° y por ende la °Ración°.
-Bueno abuelas, ¿ y en que consistía ese desbarajuste? – preguntaba un
tanto interesada.
-¡Ah! mi nieta – suspiraban - un real ahora equivale a doce centavos;
real y medio son 18, es decir 12 más 6 centavos y cuartillo, 3 centavitos.
¿Entiendes ahora?.
-Desde luego ¿Y la ración?.
-Bueno, eso quería decir que si tú ibas a mercar a una °pulpería°, con
tres centavos tenías la opción de pedir
una °guaracha° y una °peperecha° y con un centavo, una ración de sal y
otra de azúcar. A eso se le decía °ración° o sea, la mitad de un centavo, así
de simple. ¡Ah! tiempos, nunca más volverán.
Casi siempre mis abuelas terminaban sus recuerdos con una expresión
nada optimista:
-Eso fue ayer, el dinero valía. Ahora no vale nada, nieta, ni la vida.
Y todo por la avaricia, por el desorden, por la poca fe de esta nueva
generación. ¡Vaya si lo decimos nosotras!.
En Cuscatancingo crecí, bajo el
embrujo de su sencillez entre monte y cielo.
-¡Luisina! – gritaba cualquiera de mis abuelas – indizuela necia, no vayas a la finca, ¿ qué no ve que
ya son las doce del medio día y a esta hora pasa el °Judio errante° ?- Bellas
mis abuelas, viviendo su pasado a la luz del octavo decenio del siglo XX.
Eufrosina Cruz era una anciana mujer que ayudaba en los quehaceres de
la casa, de auténtica estirpe pipil, siempre pasaba entonando una canción
mientras hacía el oficio. Canción que según ella, la °Ufro° como le decíamos,
la cantaron sus antepasados en formidable acento °Ulúa°, pero no pasaba de los
siguientes versos:
°Uppi irají yálaka
(En este campo hermoso)
Guásirri gualirat butatáguali
(Donde cantan los pajaritos)
Yorra nananquis dateale
(Existe una jovencita)
Káka tukat enquis culaniquiyú°
(Por quién yo muero)
Ufro es más buena
que el pan, todos los de la casa la queremos como si fuera parte de la familia.
Ella, en las noches de luna llena, nos contaba leyendas fabulosas: °El Justo
Juez°, °La Carreta Chillona°, °El Cura sin Cabeza° y otras que se inventaba:
°El Buey que Habló°, °El Enjambre de las Hormigas Locas° y otras más que nos
entretenía de manera inaudita.
Luego vino para mí la ciudad y el colegio católico con sus monjas muy
buenas y otras amargadas, desquitándose
su amargura con el alumnado, como si nosotras tuviéramos la culpa de los
sinsabores leves o mayúsculos que les pudo haber pasado en su vida.
Las monjas regañonas injertaron en mi infantil cabeza cosas que de
verdad no conocía y las buenas, las que tenían alma de niñas, en la hora del
recreo, recibían nuestra admiración y cariño por celebrar nuestras niñerías.
Sin embargo (siempre dijeron que yo era
muy tupida de cerebro) la forma de impartir las clases me confundía y desesperaba.
Sinceramente les tenía temor y fue por ello que nunca pude figurar en el cuadro
de honor, como magnífica estudiante.
Un buen día habló la directora con mis padres para decirles que de
seguir así, timorata y negligente, iba a perder el año escolar. ¡Claro! eso
significaba hacerles perder a mis padres
mucho dinero, sin embargo fueron indulgentes conmigo al comprender mi
desesperación de niña, quizá muy tímida o muy tonta o muy consentida. Ellos no
discutieron con la superiora –pan pan, vino vino- simplemente me cambiaron de
colegio y esta vez fue para un laico. Aquí la cosa cambió, vi la gloria
abierta, tuve más libertad en mi manera de pensar y por primera vez me sentí
alguien, me sentí °indizuela° como decían mis abuelas. No está de más decir que
fui, entre mis compañeras, una de las mejorcitas, no la mejor. Mis padres
siempre me estimularon cuando les enseñaba la libreta de notas
Confieso que mi madre es una mujer muy amorosa y también muy estricta,
sin pernoctar en los linderos de la ridiculez; mi padre un poco tolerante,
desde luego sin llegar a los extremos. Él, domingo a domingo, se pasaba
escuchando el Fonógrafo del Recuerdo y aunque no nos gustaba, siempre creímos
que también él tenía derecho a divertirse. Un buen día, el bendito programa
dejó de ser transmitido.
A mí me agradaba escuchar las canciones de Enrique y Ana, el cuento del
Mago de Oz°, las travesuras de °Dumbo° y
las tonterías de los °Menudos°. Hoy, en la plenitud de mis 18 años, ya pueden
ser partes del fonógrafo del recuerdo-
Las gentes de mi pueblo son muy devotas, a cualquier santo patrono le
encienden una vela y le piden un montón de cosas. Por el mes de diciembre
celebran la fiesta de la Inmaculada Concepción. Es una fiesta muy alegre y en
la que se destaca el baile de los °historiantes° y otro muy especial conocido
con el nombre de °la loga del diablo°. En esta fiesta abunda el agua dulce o
°chicha°, y la tradicional quema de pólvora consistente en un °castillo° y
°toritos° bien adornados y equipados con innumerables bombas, °buscaniguas° y
escupidores de luces de diferentes colores. Estos artefactos pirotécnicos
ponían la nota de color y alegría en el atrio de la iglesia y daba gusto ver a
la °cipotada° persiguiendo al toro y a
la que le importaba muy poco el salir golpeada o quemada. El que daba lástima
era ver al conductor del toro, pues al final de su faena casi siempre terminaba
medio sordo y medio quemado.
En la casa de la °capitana°, encargada del festejo, toca la banda
pueblerina una música, que para qué les cuento, únicamente le agrada a los que
integran la banda. Por la noche cambia la cosa, pues es coronada por el señor alcalde la Reina de
los Festejos y luego el baile de gala, con música moderna, movida, interpretada
por conjuntos de la capital. Esa sí, vale la pena.
Al mes siguiente, enero, se celebra la del patrón, San Antonio Abad o
del tunquito. A este santo le piden las
gentes para que les cure o les proteja a sus animales. Por ejemplo, que libre a
las gallinas del °soco° y del °accidente°, a los cerdos de la °sarna° y a los
perros de la rabia. También, algunas muchachas mayorcitas, le piden que les
haga aparecer un novio.
Una vez le pedí con mucha devoción que me curara a °Wella°, una
periquita que me había regalado mi padre cuando cumplí mis siete años, y que un
día se la arrebaté a °Lucifer°, el gato negro de la casa, de una muerte segura.
Sin embargo el mentado gato le hirió un ala y desde entonces se sintió cada día
peor. Le pedí tanto al santo que quizá se aburrió de mis ruegos y al día
siguiente, la perica amaneció muerta. Lloré, no lo niego, pero le hice un digno
funeral. A pesar de todo, la festividad de San Antonio sigue siendo igual y lo
maravilloso de su tradición, es ver el baile que ellos denominan el °Baile del
tunco de monte°, muy original,
Ufro cuenta que su hermana Teódula, la tortillera famosa por sus
tortillas de
°maiz nuevo°, se casó con el Tunco° y fue muy feliz.
-Ufro, ¿y eso como diablos fue? – le pregunté uno de tantos días.
-¡Ah! mi niña, la historia es larga, pero bien, te diré lo que
recuerdo. Este San Antonio es muy delicado. Si no se le baila no cura a los
animales. Deveritas que hay que bailarle. Por eso °Tulón° (Gertrudis se
llamaba), año con año tenía la devoción de participar en el baile, en
agradecimiento de que el santo le había curado, cuando él se lo pidió, a su
cansada y vieja yunta de bueyes.
-Al grano Ufro, al grano – la apresuré para saciar mi curiosidad.
-Cálmese mi hija, no apure, despacio que precisa – dijo y continuó – el
baile representa la caza del jabalí.
Bailan varios hombres en pareja disfrazados de señorones y de pintarrajeadas
mujeres; otro, disfrazado de perro y cuya máscara, parece ser la de un lobo
rabioso. El personaje central es el que
se disfraza de °Tunco°, pues en torno a
él gira el baile. La gracia del baile es
su final, cuando matan al tunco y lo descuartizan.
-
¿Y luego?
– pregunté entusiasmada.
- Luego lo reparten ante todos los mirones, con los siguientes
cantares:
°Las
muelas para las que se llamen Manuelas.
La
cola para la señora Bartola.
Las
orejas para todas las viejas.
-
¿ Y Gertrudis?
-
Ese buen hombre se casó con mi hermana
Teódula, desde entonces rompió su
promesa, ya no baila.
-
¿ Y eso?
-
Mi hermana, por celos tontos, lo sentenció...
La muy creída.
-
¿ Qué le dijo?
-
Si me
vuelves hacer de tunco, desgraciado, por San Antonio que te dejo. Después supe
que la muy pícara de mi hermana, le encendía velas al santo para que le diera
de marido a Tule, y vaya que la complació. Pero en fin, fueron felices a su
manera...
En Cuscatancingo, el mes de diciembre es muy helado; hace un frío de los
once mil diablos, así se expresaba mi padre buscando medio enojado su bufanda
que originalmente, no hay duda, tuvo que haber sido de un color azul eléctrico.
La Navidad es celebrada en la casa con la misma devoción de siempre,
pero para mí, siguen siendo las mejores las que compartí con mi familia, antes
de cumplir los quince años.
Para nochebuena se engalanaba la gran casona pueblerina, con diademas
de pascuas rojas salpicadas por nieve
artificial. Al pueblo lo envolvía una tenue neblina y el frío intenso, calaba
hasta los huesos.
En el corredor, el feérico árbol de Navidad iluminado por innumerables bombillos de color. De cuando en
cuando reventábamos cohetes, buscaniguas y estrellitas, calculando que nos
duraran todos los que nos habían comprado, hasta muy entrada la noche. El olor
a pólvora quemada inundaba la casa, poniendo con su fuerte olor azufrado un
toque más, no hay duda, de soberbia felicidad.
En un rincón de la sala, el pesebre esperaba el advenimiento del Niño
Insigne en aquel nacimiento (un pueblo en miniatura) artísticamente preparado
por las manos expertas de mis abuelas.
Y yo, impaciente, con la ilusión bien metida en la cabeza de que al
amanecer, el Niño Dios me traería la muñeca pedida con anticipación, no de
trapo, esa no, sino la otra, esa que estaba de moda, la famosa °Barby°.
Antes de la media noche, mi padre y mi madre brindaban con algunos
vecinos el sabroso °jaibol°, muy bien elaborado por mi padre. Mis abuelas,
admirando en la sala su obra maestra y entre sí comentándola; de cuando en
cuando empinaban el codo paladeando el espumoso y añejo vino tinto.
Eufrosina, estrenando nuevo delantal blanco, preparaba el pavo para la
cena cocinado en oloroso y sabroso recaudo.
Al marcar el viejo reloj de pared las doce de la noche, una explosión
de alegría, distinta a todas las alegrías, erizaba nuestros cuerpos; ¡claro!
era noche de dar y recibir y furtivas lágrimas miraba, en los ojos un tanto
vidriosos, de todos los presentes.
Abrazos y besos a granel, y el
reventar de pólvora enaltecía el grito tradicional: ¡Feliz Navidad,
Feliz Navidad!
En ese instante de fe suprema, mi madre corría con el Niño Dios entre
sus manos, así, peladito, para depositarlo amorosamente en el pesebre entre la mula y el buey de
barro y al fondo, en posición solemne, acomodaba a José y a María. Había nacido
el Rey de los pobres, musitaba la Ufro un tanto nerviosa
°Cadejo°, el fiel perro aguacatero, que contaba en su haber con
extraordinarias victorias libradas en combates – de vida o muerte – con
°tacuazines°, °urones° y °cuzucos°, no se dejó ver durante toda la noche por
temor a los cohetes y prefirió, con sobrada razón perruna, esconderse en lo más
recóndito de la finca con la seguridad plena, eso sí, que al día siguiente
devoraría con °Lucifer°, los despojos del exquisito pavo de nochebuena... Al
día siguiente, todo fue distinto:
-
Mira lo
que me trajo el Niño Dios, estos ganchos de mariposita para el pelo. Yo no le
pedí esto, le pedí una muñeca °Barby° - y bajé la cabeza para ocultar mi
llanto.
-
Vámos mi
hija, cálmese ya – me consolaba la Ufro – el Niño Dios estuvo pobre, yo le aseguro que el próximo año se la va a
traer.
Esa Navidad fue distinta a las
que disfruté después, la vida no se había tornado tan difícil, tan precaria, Por ello, sin embargo, ahora me
pregunto:
-
Si en esa
nochebuena el Niño Dios no me llevó la deseada °Barby°, ¿qué no les llevaría a
los niños muy pobres de mi pueblo?.
El tiempo transcurría veloz y yo iba tomando cauces de señorita. Era
viernes santo en un marzo más caluroso que el fuego, yo frisaba entre los ocho
a nueve años y mis abuelas dispusieron
ir conmigo a ver pasar la procesión de las once
Toda la calle central del pueblo olía a flor de coyol y a incienso
rosa; las cipotas luciendo sus vestidos nuevos de diversos colores y las
°matracas°, instrumentos muy propios para ser sonados en esa festividad,
anunciaban el lento trajinar del Nazareno con su cruz a cuestas.
Vaya menudo susto que llevaron mis abuelas al ver pasar a Jesús vestido con harapos,
aquello era inconcebible, herejía, profanación. Jamás perdonaron al pobre cura,
que en lo profundo de su alma, quería brindarle al pueblo una nueva concepción
sobre el significado, no cabe la menor duda, del martirio y muerte del Mesías.
Detrás de la imagen, un coro de voces decía: Ruega por nosotros, ruega por nosotros.
Claro, esas eran las voces de
las gentes devotas, las que llevaban bien adentro de su ser el temor y la fe a
la divinidad; las otras, la no devotas, esas se iban a las playas a quemar su cuerpo bajo el
caliente sol de marzo. ¡ Vayan cosas! – decían mis abuelas – si no hubiera
gusto, no se vendiera la Jerga.
Un buen día a mi pueblo lo despertó la violencia. En ese amanecer
Cuscatancingo sufrió la embestida de la guerra y el tronar
constante de fusiles y
ametralladoras, nos amedrentó a
todos. ¡Dios mío! El diablo anda suelto, gritaban desesperadas mis abuelas con un temblor de
cuerpo muy pocas veces sentido. Algunos
hombres murieron, así de simple, como cosas, como animales, ignorantes
de la verdadera razón de su hazaña.
-
Muchachas,
escóndanse debajo de las camas, corran, apúrense – gritaba mi madre trancando
todas las puertas.
Era un solo desorden y todos, absolutamente todos, sudamos helado. Las
cuatro o cinco horas de terror parecían una eternidad, algo inaudito. Luego
vino la calma, el pueblo era un enjambre de hormigas locas como decía
Eufrosina, abasteciéndose en las tiendas de artículos de primera necesidad, por
aquello de las dudas. Pasado el susto, con una voz casi llorosa, pregunté:
- Madre ¿porqué los hombres se
destruyen estúpidamente?
No hubo respuesta a mi pregunta y para esquivarla, ella depositó en mi
frente un largo y amoroso beso.
Ese cruel día fue el inicio de la decadencia del pueblo
y de mi familia, todo se encareció y el dinero se volvió una cosa sin
valor. Sin valor porque con él no se podía comprar nada, no alcanzaba a
satisfacer nuestras necesidades primordiales. Así, dentro de estas calamidades
materiales, transcurrió el tiempo por los caminos existenciales
obligándonos a hacer milagros con lo
poco que se tenía. La situación siguió de mal en peor y sin embargo, con mucho
optimismo y atinada lógica, mis abuelas siempre manifestaron que no había mal
que durara cien años, ni cuerpo que lo resistiera.
El tiempo corrió veloz y llegó a mi vida otro octubre, el mes que todo
lo descubre, con sus vientos y atardeceres anaranjados y su olor fresco de
verano.
Un día antes de que yo cumpliera mis quince años, mis quince octubres
inolvidables, Eufrosina amaneció con una rara expresión en su semblante.
- ¿Qué te ocurre, Ufro? – Le pregunté.
- No sé hija, estoy nerviosa. Anoche oí cantar al tecolote, lo oí bien clarito.
- ¡Tonterías! Tonterías Ufro,
tonterías.
-
No mi
hija, no son tonterías. Mis abuelos decían que cuando el tecolote
canta, el indio muere. Es
verdad mi hija, es verdad, siempre sucede.
-
¡Bah! Deja eso y mejor alégrate porque mañana
cumplo quince años, quince años mi viejita. ¡Quince años! – Le dije tomando sus
manos morenas.
-
Está bien
mi hija, está bien, me alegraré – contestó firmemente y así, entre ilusiones y
alegrías, seguí esperando el amanecer de mi inolvidable día.
Por fin amaneció el día de mi cumpleaños, con cielo despejado y
entusiasmo bien marcado. Con sacrificio mis padres me habían comprado un
bellísimo vestido rosado. El festejo se realizaría en familia con un sencillo
almuerzo, dadas las circunstancias económicas, situación que en manera alguna
aminoró nuestro entusiasmo.
La mesa estaba servida, lista para iniciar el almuerzo. De pronto, al
señalar el reloj de pared diez minutos
para las doce del medio día, de aquel terrible 10 de octubre de 1986, un fuerte
temblor de tierra estremeció la casa.
¡Santo Dios! ¡Santo fuerte! Es temblor. ¡Corran! Y perplejos, como pudimos, salimos al patio.
Luego, el fatídico movimiento se calmó unos segundos, todos nosotros estábamos
como petrificados, atónitos, queriendo gritar sin poder gritar, como mudos, con
las caras largas y pálidas.
Un segundo más y otro movimiento mucho más fuerte que el anterior, hizo
que en la tierra se abrieran pequeñas
grietas y dando gritos como loca, me aferré a la cintura de mi madre. El sismo
continuaba con mayor intensidad, parecían horas y eran segundos, la tierra
semejaba ser una ballena enfurecida peleando con las olas del mar y la casa,
antigua y frágil, se sacudía las
tejas como si le estorbaran en cada movimiento terrestre.
El temblor se calmó brevemente,
como queriendo darnos tiempo a respirar y segundos más tarde, emprendió su
tercer movimiento con una furia menos fuerte pero más intensa.
Mis abuelas y la Ufro no resistieron más y se desmayaron en los
precisos momentos en que la estructura
de madera y bahareque de nuestra vieja casa, cedía ante aquel siniestro
movimiento como si hubiera sido construida con las barajas de un fino naipe
americano. ¡Horror! ¡Horror!
Todo lo que se había logrado hacer en muchos años, desaparecía en
segundos. A las doce meridiano, de aquel 10 de octubre, reinaba en
Cuscatancingo la destrucción, las lágrimas y el dolor. La radio anunciaba:
Terremoto en San Salvador. En la
capital, sus mejores edificios se derrumbaron.
El día finalizó con leves temblores y al caer la noche, mi padre
improvisó una tienda de campaña y en ella, poco a poco, se recuperaron mis
abuelas y la Ufro de esa cruel
experiencia.
La luna iluminaba las ruinas
dejadas por el terremoto, yo me acerqué a los escombros de lo que
había sido mi hogar. Allí, debajo del
ripio y pedazos de paredes pintadas de
cal viva, quedaban sepultados mis
mejores días, mis travesuras, mis berrinches, mis necedades de niña consentida,
en fin, mis ilusiones quinceañeras.
Toda esa ruina la vi con un
dolor jamás experimentado, inexplicable, como algo infinitamente doloroso.
Pensé de pronto en el presagio de la Ufro y luego me dije:
-
No, no
puede ser, de aquí para adelante el indio tiene que cantar para que el tecolote
muera.
Esa misma noche y sobre aquellos escombros un leve temblor me asustó, y mirando al cielo
preñado de estrellas y luz de luna
llena, musité una plegaria:
-
Este
dolor de mi pueblo y de los míos ¿será
justo Señor?
Dejando aquellos escombros y cabizbaja, con los ojos un tanto húmedos
por el reciente llanto, me encaminé a la tienda de campaña para esperar, junto
a los míos, un nuevo y distinto amanecer.
De pronto, el grito de una voz familiar sustrajo a Luisina de su
profunda meditación que evocaba, deseándolo ella, un pasado que combinaba días
felices y días de amargas experiencias.
-
Señorita
Luisina, el almuerzo está servido venga por favor.
Era la voz de Eufrosina que esta vez la trataba diferente, porque ya
había notado la transmutación ideal de niña a persona adolescente.
Al llegar a la nueva casa, construida
en el mismo lugar de la anterior, Luisina se llevó una grata sorpresa, pues su
familia le había preparado un pavo cocinado en rico recaudo casero, para
celebrar su nuevo cumpleaños:18 años cabalitos, ni más ni menos. Las abuelas,
en coro dijeron:
-
Así es la
vida indizuela del diablo, unas son de cal y otras son de arena, brindemos por
tu felicidad ¡Salud! - concluyeron empinando el codo.
Mientras tanto, en el patio, Cadejo y Lucifer esperaban impacientes se
les sirvieran los ricos despojos del pavo que trinchaban, con inusitado
entusiasmo, sus queridos y admirados patrones.
Eufrosina en la cocina, como siempre, tarareando la música de sus
antiguas canciones nativas de
indiscutible acento pipil y en la lejanía, apenas se escuchaba el eco de disparos
de fusiles y metrallas que en manera alguna, inquietaban aquella hermosa y
alegre tertulia familiar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario